sábado, 28 de abril de 2018

FRIEDRICH NIETZSCHE: SOBRE LA EDUCACIÓN


Nadie puede construirte el puente sobre el que precisamente tú tienes que caminar sobre el río de la vida, nadie lo puede hacer excepto tú, y sólo tú. En efecto, hay innumerables senderos y puentes y semidioses que quieren llevarte por el río; pero sólo a condición de que te vendas a ellos. 


Nietzsche, Schopenhauer como educador (2011a, 751)


Se ha dicho que «lo contemporáneo es lo intempestivo». Esta afirmación se puede leer en un curso dictado por Roland Barthes en el Collège de France en el año 1976 (Barthes, 2003, 48). La expresión alude a las «consideraciones intempestivas» –también llamadas «inactuales»– de Friedrich Nietzsche. En Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida –la segunda de ellas, de 1874–, Nietzsche escribe que «esta meditación es también intempestiva porque yo trato de entender como un daño, como una enfermedad y un defecto de nuestra época algo de lo que ésta está orgullosa con razón, su formación histórica» (Nietzsche, 2011a, 696)1 . En la primera de ellas –David Strauss, el confesor y el escritor (1873)– Nietzsche descubre en el teólogo y filósofo alemán un prototipo de erudito al que alaba por su crítica al cristianismo, pero a quien reprocha también por poner otra religión de recambio. 

Y es que para el joven Nietzsche «la cultura es ante todo la unidad del estilo artístico de todas las manifestaciones de la vida de un pueblo. Sin embargo, ni el mucho saber ni la mucha erudición son un medio necesario para la cultura, o un signo de ella, y en caso contrario se entienden muy bien con lo contrario de la cultura, la barbarie, es decir: la falta de estilo o la confusión caótica de todos los estilos» (Nietzsche, 2011a, 643-644). 

Nietzsche insistía en que, en el verdadero sentido de la palabra, la cultura es la obra de individuos «incómodos», ya que su objetivo es la grandeza, no la felicidad o el bienestar, ni siquiera el progreso material. En la aludida segunda intempestiva, Nietzsche reconoce que un ser humano necesita el recurso de la memoria, pero al mismo tiempo declara con firmeza que para poder llegar a vivir hay que saber olvidar y recordar únicamente lo primordial (que nuestro origen es animal); o, dicho de otro modo, que hay que olvidar lo esencial: el peso anquilosado del pasado que no refuerza la vida. Por eso, Nietzsche cuestionará en qué medida la educación moderna (la de su tiempo) está enteramente supeditada a la ilusión de que el saber es capaz de proporcionar un acceso a la totalidad del mundo, una actitud que termina por transformar las disciplinas históricas, y a la historia misma, en una ciencia con pretensiones de objetividad, pero incapaz de problematizar ni atender el presente, como ha señalado Pavel Kouba (2009, 33).

El filósofo italiano Giorgio Agamben, al preguntarse: ¿Qué significa ser contemporáneo?, sugiere que lo que hace el filósofo alemán es emplazar su pretensión de «contemporaneidad» mediante el establecimiento de una distancia (y de una extrañeza) con respecto a su época, con la que no termina de coincidir. Ese gesto no tiene que ver con una actitud de nostalgia, como tampoco se trata de una impostura. El gesto apunta, más bien, a una «relación con el tiempo que se adhiere a éste a través de un desfase y un anacronismo» (Agamben, 2001, 18). Quiero aprovecharme aquí del gesto «anacrónico» nietzscheano (me adelanto a decir que este texto no es un trabajo sistemático sobre una posible filosofía de la educación de Nietzsche) para intentar recalcar mi propia distancia (personal) con respecto a determinados aspectos del momento presente de la educación –de los que también parece sentirse orgullosa nuestra época–, ingredientes que podrían ser susceptibles de la misma crítica que la que Nietzsche estableció con respecto a la educación de la Alemania de su tiempo. Deseo poner el acento en lo que considero el desahucio contemporáneo de la idea de la «educación», entendida esta palabra en el sentido de una experiencia de «formación». Formación como acompañamiento del otro y encuentro con el mundo; formación como influencia educativa en el éthos del individuo en el seno de un encuentro entre generaciones (una cierta Paideia); y formación de un sentido artístico capaz de construir una mirada estética sobre el mundo y la realidad (como una cierta Bildung).

Es cierto que estas imágenes han perdido toda su vigencia en los discursos pedagógicos actuales; pero evocarlas aquí –esta es la hipótesis– quizá nos permita repensar la educación como una ayuda destinada para que el individuo sea capaz de un mejor encuentro consigo mismo, empujándole a la búsqueda de todo lo grande que alberga una cultura arraigada en y productora –no negadora– de vitalidad. Al final de la segunda intempestiva antes mencionada, Nietzsche vuelve su mirada hacia la juventud, y se pregunta dónde encontrar la energía necesaria para renovar la acción, prometerse un porvenir y hacer nacer una genuina cultura: «Confío en la potencia inspiradora que a falta del genio lleva el timón de mi nave, confío en que la juventud me haya guiado bien al obligarme ahora a protestar contra la educación histórica de la juventud del ser humano moderno y a sostener la protesta de que el ser humano debe aprender, ante todo, a vivir y sólo ha de usar la historia al servicio de la vida aprendida» (Nietzsche, 2011a, 743). Quien quiera quebrar el tipo de educación –erudita y sin vida– que Nietzsche juzga tan severamente, debe alzar la palabra de la juventud y alumbrar –señala– el camino de su rebeldía; y hacer de ella «una conciencia que hable en voz alta». Nietzsche, por tanto, no ignora que si de lo que se trata es de afirmar y defender la vida, para que dé sus frutos, lo que hay que hacer es incidir en las nuevas y más jóvenes generaciones. Ahí está todo el meollo de la cuestión pedagógica, podríamos decir.

Por eso voy a insistir en la importancia de esta idea: la educación es, fundamentalmente, un encuentro entre generaciones en la filiación del tiempo: un encuentro entre vitalidades distintas que compromete actos de transmisión entre temporalidades enfrentadas (tiempo adulto y tiempo joven), donde se dan y prometen mutuamente cosas. La experiencia de este encuentro permite atisbar, más que posibilidades de transmisión de saberes técnicamente viables o destrezas, imposibilidades, y más que continuidades, interrupciones, quiebras, en suma, acontecimientos. Podría, desde luego, decirse que la tarea de los padres, como la de todo educador, es una labor hasta cierto punto imposible. Unos y otros –padres y educadores profesionales–, están llamados a educar «por su cuenta», a partir de sus propias insuficiencias, siempre expuestos al riesgo del error y del fracaso. Los mejores entre ellos son no los que se presentan a sí mismos como modelos moralmente ejemplares, ni como eruditos ni conocedores expertos del saber pedagógico, sino los que tienen conciencia de la naturaleza a la vez arriesgada e inevitable de un oficio que les desborda y que tiene mucho que ver con una erótica y una tekhné (en su sentido más artesanal) que requieren poder concederse tiempo y ejercitarse en el oficio: repetición, espera, demora, atención. Un oficio que precisa, pues, de un «tiempo libre» en vez de esclavo. Un tiempo que no mide el reloj de agua de Clepsidra.

Más en: http://revistas.usal.es/index.php/1130-3743/article/viewFile/teoredu282113138/16044




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